¡Queridos hijos! También hoy los invito a la conversión personal. Sean ustedes quienes se conviertan y con su vida testimonien, amen, perdonen y lleven la alegría del Resucitado a este mundo en que mi Hijo murió y en que la gente no siente la necesidad de buscarlo ni descubrirlo en su vida. Adórenlo y que vuestra esperanza sea la esperanza de aquellos corazones que no tienen a Jesús. ¡Gracias por haber respondido a mi llamado!
Comentario
“También hoy los invito a la conversión personal”. “Sean ustedes quienes se conviertan y con su vida testimonien...”
La conversión personal -decisión que cada uno debe no sólo hacer sino renovar cada día- no implica sólo a quien se convierte sino que a otros también beneficia. Nuestra búsqueda y seguimiento de la santidad interpela y contagia a los demás, y esa es la razón por la que la Santísima Virgen apela constantemente a nuestra conversión, para poder así también alcanzar a aquellos otros hijos que no la escuchan, que no saben o no quieren saber nada de Ella ni de Dios.
Cuando nos pide conversión, lo primero a tener en cuenta es que nadie puede afirmar “yo estoy convertido, ese llamado no es para mí”. No es así, todos somos llamados a convertirnos cada día. Tampoco debemos caer en lo opuesto: desesperar porque no avanzamos y porque reiteramos los mismos vicios o pecados.
En todo camino de conversión hay obstáculos, marchas atrás, desvíos, recorridos tortuosos y caídas. En este tiempo, la presencia de la Santísima Virgen, con sus mensajes, es el atajo y ayuda inestimable que Dios graciosamente nos ofrece y que debemos acoger con entusiasmo y gratitud. Aunque los seres humanos somos capaces de virtudes heroicas también lo somos de grandes miserias y siempre seremos necesitados de redención, o sea de la presencia del Salvador Jesucristo en nuestras vidas. “Separados de mí nada podréis”, nos dice el Señor (Jn 15:5). Nuestra realidad es la de seres heridos por el pecado propio y ajeno, de criaturas frágiles y vulnerables que el amor de Dios las eleva a la altura celestial de hijos de Dios. Podemos caer en tentación pero también ser alzados nuevamente por la misericordia divina –siempre que a ella acudamos- que es mayor que cualquier mal. “Amen, perdonen...”
No hay conversión verdadera que no conduzca al amor. Amor a Dios, amor a los santos y a todo lo que es santo –es decir amor a la Iglesia- y amor a toda persona, empezando por aquellas que están más cerca hasta atravesar la frontera de la enemistad para llegar a amar aún al enemigo, como nuestro Señor Jesucristo nos lo pide (cf Mt 5:44).
La conversión exige siempre el perdón, en sus dos dimensiones: perdonar y pedir perdón. Pedir perdón a Dios por la ofensa a su amor toda vez que se peca; pedir perdón a quien se ha ofendido, reparando el daño cometido, y perdonar a todos, siempre.
Las heridas más frecuentes y en ocasiones las más dolorosas, suelen ser provocadas en la convivencia -de grupos, comunidades o familiar- cuando se producen desencuentros que se transforman en ofensas de palabra o de hecho. Para recuperar la paz es necesaria la reconciliación y a ella se llega por el perdón. Es en esas circunstancia que se debe combatir el propio orgullo y hasta las propias razones, sabiendo humillarse si es preciso y pedir perdón -oponiendo a la palabra y al gesto agresivo la palabra y el gesto de amor- que cicatriza la herida en el otro. Así se crece en amor y en humildad.
En el evangelio de Mateo, cuando el Señor enseña a sus discípulos a orar, dándoles el Padrenuestro como modelo de oración, pone luego de relieve la importancia del perdón que se da para alcanzar el perdón que a Dios se pide (cf Mt 6:14-15).
Así como en el Padrenuestro pedimos que Dios nos dé el pan de cada día -el pan del sustento material, el pan espiritual de su Palabra y sobre todo de la Eucaristía- el perdón que rogamos es también cotidiano, porque cada día cometemos pecado, cada día obramos el mal aunque sea en lo pequeño: deseando lo que es contrario a Dios, pensando mal y dejándonos llevar por malos e impuros pensamientos, condenando a otros, no haciendo el bien o lo bueno que podríamos haber hecho, o participando, por activa o por pasiva, de maledicencias.
Sólo el corazón reconciliado puede orar y entrar en comunión con Dios, por eso la oración personal y la Eucaristía deben siempre comenzar con una petición de perdón a Dios y si tenemos algo contra alguno debemos perdonarlo, para que también el Padre nuestro, que está en los cielos, perdone nuestras ofensas (cf Mc 11:25).
Ya desde el principio de las apariciones, en su primer mensaje, la Santísima Virgen dice que la paz –don divino- viene por la reconciliación del hombre con Dios y entre los hombres (mensaje del 26 de Junio de 1981).
En una oportunidad, también al comienzo de las apariciones, la Reina de la Paz dijo que no hay ningún hombre en el mundo que no necesite confesar sus pecados, por lo menos, una vez al mes. Si alguien dice que no peca falta a la verdad, se engaña a sí mismo. En cambio, “si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Dios, para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (cf 1 Jn 1:8-9).
Amar y perdonar es lo que el Señor hace siempre con nosotros. Nos ama con amor eterno y nos perdona cuando arrepentidos regresamos a Él. “Lleven la alegría del Resucitado a este mundo”
La Reina de la Paz nos exhorta a convertirnos para llevar la alegría a un mundo triste y desesperado. La persona que deja que Dios vaya convirtiendo su corazón, con su vida da testimonio del Resucitado y manifiesta el gozo de Dios que salva. La Resurrección de Cristo es motivo profundo de alegría porque Él venció toda muerte y rompió las cadenas de la esclavitud a la que nos tenía sometidos el Maligno, y lo hizo para todos y cada uno de nosotros que lo reconocemos como Dios, Hijo de Dios y Salvador nuestro. Por ello, su resurrección es mi resurrección, es la fuerza de mi esperanza y el sustento de mi fe. “...este mundo en que mi Hijo murió y en que la gente no siente la necesidad de buscarlo ni descubrirlo en su vida”.
En este mensaje nos recuerda que su Hijo Jesucristo cumplió su obra redentora muriendo por nosotros para darnos la vida eterna y que su obra de salvación continúa siempre, pero la mayoría de los hombres son indiferentes a ella. En una breve mención nos está recordando la verdad de nuestra fe, que la Palabra que estaba junto a Dios y que era Dios, antes de toda la creación, se encarnó asumiendo nuestra humanidad, en y por María, y colmando así el abismo infinito que había entre Dios y los hombres, vino a salvarnos desde nuestra propia humanidad, rescatándonos de la esclavitud del pecado, por el que vino la muerte y de aquel –Satanás- por quien el hombre dejó la amistad de Dios y su gracia.
Él vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, Él permanece con nosotros pero muchos lo ignoran y lo desprecian. Él es la luz y los hombres no aceptan vivir en la luz sino que prefieren las tinieblas porque sus obras no son buenas. Pero, a quien lo recibe, a quien lo acepta como su Salvador y Señor, Dios le da el poder de hacerse hijos de Dios (cf Prólogo de Jn).
Ese, que cree en el nombre del Hijo de Dios, que eres tú, que soy yo, es a quien llama ahora la Madre de Dios para que colabore, junto a Ella, en la salvación de quien no lo acepta, no lo busca, no lo reconoce, no lo ama, de quien lo niega, vive indiferente a su presencia y a su obra redentora, lo ofende y ultraja profanando su nombre. “Adórenlo”.
Hoy, la Santísima Virgen pide adoración, adoración como reconocimiento de la presencia divina en la Eucaristía, adoración como testimonio de fe y de amor en esa presencia y en el sacrificio redentor que le da origen. Nos pide adorar por quienes no adoran, amar por quienes no aman, creer por quienes no creen y esperar por quienes no tienen esperanza alguna.
Pero, por sobre todo en el contexto del mensaje, al exhortarnos a la adoración está aludiendo a las dimensiones de reparación e intercesión ante la presencia eucarística del Señor. Y esto nos recuerda las apariciones del Ángel de la Paz a los pastorcillos de Fátima, cuando presentándoles la Sagrada Forma y el cáliz les hacía repetir aquella oración en la que se ofrece la Sagrada Eucaristía –sacramento del sacrificio redentor y de su verdadera presencia que está en todos los sagrarios de la tierra- en reparación por todos los ultrajes, indiferencias y sacrilegios con los que se ofende a Dios y al mismo tiempo se intercede, por los infinitos méritos del Sacratísimo Corazón de Jesús –otra forma de aludir a la misma realidad eucarística- en estrecha unión al Corazón Inmaculado de María, pidiendo la conversión de los pobres pecadores, es decir de aquellos mismos ofensores. Ésta es la reparación, en adoración, que exige la Justicia del Altísimo. Pero, como en Dios no es posible separar la Justicia de la Misericordia, junto a la reparación su Misericordia clama intercesión por los pobres pecadores.
En efecto, la santidad de Dios exige que las graves ofensas cometidas contra su Majestad sean reparadas, pero también es su voluntad que no muera el pecador sino que se convierta y se salve (cf Ez 33:11). Por eso, somos llamados a interceder. “...que vuestra esperanza sea la esperanza de aquellos corazones que no tienen a Jesús”.
Adorando reconocemos la misericordia y majestad del Señor, por quienes no las reconocen; expresamos nuestra esperanza por quienes han perdido toda esperanza y poseemos su presencia, recibimos sus gracias y bendiciones por todos los que no lo tienen y mueren espiritualmente. Roguemos a nuestra Madre para que Ella interceda ante Dios por nuestra conversión de cada día, para que podamos ser testigos fieles y convincentes del Resucitado, para que podamos transparentar en nuestras vidas su amor y su perdón y para que seamos personas de fe y de esperanza en medio de este mundo descreído, triste y desesperado.
P. Justo Antonio Lofeudo mss
www.mensajerosdelareinadelapaz.org
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